domingo, 9 de septiembre de 2012

El escudo de Arquíloco


Digamos que hay dos posibles modos de actuación cuando nos encontramos ante una dificultad: mantenerse firme e intentar superarla o salir huyendo en dirección contraria, intentando convencernos en nuestro fuero interno de que el miedo a veces no es otra cosa que instinto de supervivencia camuflado.  

Pensándolo fríamente, nos encontramos en un momento de la historia en el que la cobardía está socialmente aceptada. No como tal, que queda feo decirlo (al fin y al cabo, los siglos de honor y gloria aún pesan), pero sí el “mirar para uno”. Y cuando se pone en riesgo no solo ya la integridad física, sino el propio provecho,  el valor, el honor y todas esas palabras tan rancias quedan limitadas al recuerdo de haberlas leído en alguna novela del Capitán Alatriste. Ahora lo que se pone en el currículum es “proactivo”, “dinámico”, “emprendedor”, traducido: "pisaré cuantas cabezas sean necesarias para conseguir mis objetivos; contrátame y te haré un hueco en mi agenda".

Remontémonos al primer testimonio de la literatura occidental que reconoce sin tapujos ser un gallina: el poeta griego Arquíloco (siglo VII a.C.) escribió: “algún sayo se vanagloria con mi escudo, que dejé abandonado junto a un arbusto. Salvé la vida, ¡qué me importa el escudo!, compraré otro que no sea peor.” Hoy en día no nos sorprenden en absoluto estas palabras: hasta podemos sentirnos identificados, pensando en lo poco que tardaríamos nosotros en tirar el escudo bien lejos y salir por patas. Pero para imaginar lo que esto significaba para un griego, no tenemos más que recordar la famosa escena de 300 en la que el rey Leónidas se despide de su mujer antes de ir a la guerra, y ella le dice: “vuelve con tu escudo, o sobre él”. Es decir, prefiere que vuelva muerto a que sea un desertor.

Para una sociedad de valores difusos, en la que el Yo va antes que todo lo demás y las historias de héroes son escasas, las ideas que desprendía esta película eran fascinantes, y por eso tuvo tanto éxito. La dureza, la disciplina, el honor, suenan atractivas cuando no eres tú el que tiene que morir por la patria. Por eso, Arquíloco no compró la idea que le vendían  otros poetas coetáneos: Tirteo decía que “es hermoso que un hombre bueno esté muerto tras caer entre los primeros de la batalla, habiendo muerto por su patria”. Calino escribía que “es muy honroso para un hombre luchar por su tierra, por sus hijos y por su legítima esposa contra los enemigos, y la muerte llegará en el momento en que lo hilen las moiras.”Arquíloco es mucho más pragmático: tal vez creyese que era cierto que la muerte llegaría cuando tuviese que llegar, pero distaba mucho de querer facilitarle las cosas. 



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