Mi vecino martillea mañana y tarde en el muro de su jardín. Día tras día, se dedica a colocar pequeños trozos de azulejo en su pequeño proyecto personal, indiferente a si molesta a la comunidad de 120 vecinos que vive alrededor de ese patio. Sospecho que esos martilleos en horario de oficina, de 10 a 2 y de 5 a 8, se deben a que se ha quedado en paro y no a que esté de vacaciones. Nadie en su sano juicio dedicaría sus vacaciones a arreglar desperfectos domésticos con tanta constancia, como mucho una tarde tonta de algún domingo.
El tiempo ha ido confirmando lo que pensaba y los martilleos aún siguen, después de semanas. Pero lo que más me llama la atención es que nadie le ha dicho nada a mi vecino. Todos parecemos habernos dado cuenta de que este es su nuevo trabajo temporal, un intento de mantener la cordura en lugar de actualizar obsesivamente infojobs.com cada 5 minutos o sentarse en el sofá a ver pasar el tiempo.
A veces me encuentro a mi vecino por la calle o en el supermercado. Es un tipo menudo, moreno, y siempre va despeinado. No lo saludo, él a mí no me conoce de nada. En el fondo yo a él tampoco. Solo sé que es otro de los tantos millones de personas en España que viven eternamente en domingo.
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