Digamos que hay dos posibles
modos de actuación cuando nos encontramos ante una dificultad: mantenerse firme
e intentar superarla o salir huyendo en dirección contraria, intentando
convencernos en nuestro fuero interno de que el miedo a veces no es otra cosa
que instinto de supervivencia camuflado.
Pensándolo fríamente, nos
encontramos en un momento de la historia en el que la cobardía está socialmente
aceptada. No como tal, que queda feo decirlo (al fin y al cabo, los siglos de
honor y gloria aún pesan), pero sí el “mirar para uno”. Y cuando se pone en
riesgo no solo ya la integridad física, sino el propio provecho, el valor, el honor y todas esas palabras tan
rancias quedan limitadas al recuerdo de haberlas leído en alguna novela del
Capitán Alatriste. Ahora lo que se pone en el currículum es “proactivo”, “dinámico”,
“emprendedor”, traducido: "pisaré cuantas cabezas sean necesarias para conseguir
mis objetivos; contrátame y te haré un hueco en mi agenda".
Remontémonos al primer testimonio
de la literatura occidental que reconoce sin tapujos ser un gallina: el poeta
griego Arquíloco (siglo VII a.C.) escribió: “algún sayo se vanagloria con mi
escudo, que dejé abandonado junto a un arbusto. Salvé la vida, ¡qué me importa
el escudo!, compraré otro que no sea peor.” Hoy en día no nos sorprenden en
absoluto estas palabras: hasta podemos sentirnos identificados, pensando en lo
poco que tardaríamos nosotros en tirar el escudo bien lejos y salir por patas. Pero
para imaginar lo que esto significaba para un griego, no tenemos más que
recordar la famosa escena de 300 en la que el rey Leónidas se
despide de su mujer antes de ir a la guerra, y ella le dice: “vuelve con tu
escudo, o sobre él”. Es decir, prefiere que vuelva muerto a que sea un
desertor.
Para una sociedad de valores
difusos, en la que el Yo va antes que todo lo demás y las historias de héroes
son escasas, las ideas que desprendía esta película eran fascinantes, y por eso
tuvo tanto éxito. La dureza, la disciplina, el honor, suenan atractivas cuando
no eres tú el que tiene que morir por la patria. Por eso, Arquíloco no compró
la idea que le vendían otros poetas
coetáneos: Tirteo decía que “es hermoso que un hombre bueno esté muerto tras
caer entre los primeros de la batalla, habiendo muerto por su patria”. Calino
escribía que “es muy honroso para un hombre luchar por su tierra, por sus hijos
y por su legítima esposa contra los enemigos, y la muerte llegará en el momento
en que lo hilen las moiras.”Arquíloco es mucho más pragmático: tal vez creyese
que era cierto que la muerte llegaría cuando tuviese que llegar, pero distaba
mucho de querer facilitarle las cosas.